1 de noviembre de 2008

19 Lo que pasó el día siguiente

El día siguiente, viernes, también fue lluvioso. Cuando
despertó por la mañana, Bruno se asomó a la ventana
y se llevó una decepción al ver que llovía a
cántaros. De no ser porque aquélla iba a ser la última
oportunidad para él y Shmuel de pasar un rato juntos
(por no mencionar que la aventura prometía ser muy
emocionante, sobre todo porque incluía un disfraz),
lo habría dejado para otro día y habría esperado hasta
la semana siguiente, cuando no tenía planeado
nada especial.
Sin embargo, las agujas del reloj seguían avanzando
y él no podía remediarlo. Además, todavía era
temprano y podían pasar muchas cosas desde aquel
momento hasta última hora de la tarde, que era
cuando solían encontrarse los dos amigos. Seguramente
para entonces habría parado de llover.
Durante las clases de la mañana con herr Liszt,
Bruno miró una y otra vez por la ventana, pero no parecía que fuera a remitir, pues la lluvia golpeaba
ruidosamente los cristales. A la hora de comer, miró
por la ventana de la cocina y comprobó que estaba
amainando y que el sol incluso asomaba tímidamente
por detrás de un nubarrón. Durante las clases de
Geografía e Historia de la tarde siguió mirando,
pero la lluvia volvió a arreciar aún más y amenazó
con romper los cristales de la ventana.
Por fortuna, paró de llover cuando herr Liszt estaba
a punto de marcharse, así que Bruno se puso
unas botas y su pesado abrigo, esperó a que no hubiera
nadie a la vista y salió de la casa.
Sus botas chapoteaban por el barro y Bruno disfrutó
más que nunca con el trayecto. A cada paso que
daba se arriesgaba a tropezar y caerse, pero eso no
llegó a suceder y consiguió mantener el equilibrio, incluso
en un tramo del camino particularmente difícil,
cuando levantó la pierna izquierda, la bota quedó
enganchada en el barro y el pie se le salió.
Bruno miró el cielo, y aunque todavía estaba muy
oscuro, pensó que, como había llovido mucho todo el
día, seguramente estaría a salvo aquella tarde. Después,
cuando llegara a casa, no iba a ser fácil justificar
por qué iba tan sucio; pero aquello podría atribuirse a
que era el típico niño, como siempre afirmaba Madre;
no creía que tuviera muchos problemas. (Madre
llevaba varios días más contenta de lo habitual, mientras
iban cerrando las cajas con todas sus pertenencias
y las cargaban en un camión para enviarlas a
Berlín.)
Cuando Bruno llegó al tramo de la alambrada
donde solían encontrarse, Shmuel estaba esperándolo,
y por primera vez no estaba sentado con las piernas
cruzadas y los ojos fijos en el suelo, sino de pie y
apoyado contra la alambrada.
—Hola, Bruno —dijo cuando vio acercarse a su
amigo.
—Hola, Shmuel.
—No estaba seguro de que volviésemos a vernos.
Por la lluvia y eso —dijo Shmuel—. Pensé que quizá
te quedarías en tu casa.
—Yo tampoco estaba seguro de poder venir
—dijo Bruno—. Hacía muy mal tiempo.
Shmuel asintió y extendió los brazos hacia Bruno,
que abrió la boca, asombrado. Shmuel le estaba
mostrando unos pantalones de pijama, una camisa
de pijama y una gorra de tela idénticos a los que vestía
él. La ropa no parecía muy limpia, pero se trataba
de un disfraz, y Bruno sabía que los buenos exploradores
siempre llevaban la ropa adecuada.
—¿Todavía quieres ayudarme a encontrar a mi
padre? —preguntó Shmuel, y Bruno se apresuró a
asentir.
—Por supuesto —dijo, pese a que encontrar al padre
de Shmuel no era tan importante para él como la
perspectiva de explorar el mundo que había al otro
lado de la alambrada—. No te dejaré en la estacada.
Shmuel levantó la parte inferior de la alambrada
y le pasó la ropa, cuidando de que no tocara el suelo
embarrado.
—Gracias —dijo Bruno, rascándose la pelada cabeza
y preguntándose cómo no se le había ocurrido
llevar una bolsa donde guardar su ropa, porque si la
dejaba en el suelo se pondría perdida. Pero no tenía
alternativa. Podía dejarla allí hasta más tarde y resignarse
a encontrarla completamente manchada de barro,
o podía suspenderlo todo, y eso, como sabe todo
buen explorador, estaba descartado.
—Bueno, date la vuelta —dijo Bruno señalando
a su amigo, que se había quedado allí plantado—. No
quiero que me mires.
Shmuel obedeció, Bruno se quitó el abrigo y lo
dejó con cuidado en el suelo. Luego se quitó la camisa
y se estremeció ligeramente, pues hacía frío, antes de
ponerse la camisa del pijama. Cuando se la pasó por
la cabeza cometió el error de respirar por la nariz; no
olía muy bien.
—¿Cuándo lavaron esto por última vez? —preguntó,
y Shmuel se dio la vuelta.
—No sé si lo han lavado alguna vez —contestó.
—¡Date la vuelta! —ordenó Bruno, y Shmuel obedeció.
Bruno miró a izquierda y derecha una vez más,
pero seguía sin haber nadie por allí, así que inició la
difícil tarea de quitarse los pantalones mientras mantenía
el equilibrio con una sola pierna. Le produjo
una sensación muy extraña quitarse los pantalones al
aire libre, y no quería ni imaginar lo que pensaría
cualquiera que lo viera haciéndolo, pero al final, y con
gran esfuerzo, logró completar la tarea.
—Ya está —anunció—. Ahora ya puedes mirar.
Su amigo se volvió en el preciso instante en que
Bruno daba el toque final a su disfraz calándose la
gorra. Shmuel parpadeó y meneó la cabeza. Era extraordinario.
Si no fuera porque Bruno no estaba tan
delgado ni tan pálido como los niños de su lado de la
alambrada, habría costado distinguirlo de ellos. Casi
podía decirse (o eso pensó Shmuel) que en realidad
eran todos iguales.
—¿Sabes a qué me recuerda esto? —preguntó
Bruno.
—¿A qué?
—A la Abuela. ¿Recuerdas que te hablé de ella?
La que murió...
Shmuel asintió; Bruno le había hablado mucho
de ella todo aquel año y le había explicado cuánto la
quería y cómo lamentaba no haber tenido tiempo
para escribirle más cartas antes de su muerte.
—Me recuerda a las obras de teatro que preparaba
con Gretel y conmigo —dijo Bruno, y desvió la mirada
mientras rememoraba aquellos días en Berlín, que formaban
parte de los pocos recuerdos que se resistían a
difuminarse—. Siempre tenía un disfraz adecuado
para mí. «Si llevas el atuendo adecuado, te sientes
como la persona que finges ser», solía decirme. Supongo
que eso es lo que estoy haciendo ahora, ¿no? Fingir
que soy una persona del otro lado de la alambrada.
—Quieres decir un judío —precisó Shmuel.
—Sí —afirmó Bruno, un poco turbado—. Exacto.
Shmuel señaló las pesadas botas de su amigo.
—Vas a tener que dejar las botas aquí —dijo.
Bruno se horrorizó.
—Pero... ¿y el barro? No querrás que vaya descalzo,
¿verdad?
—Si vas con esas botas te reconocerán —argumentó
Shmuel—. No tienes opción.
Bruno suspiró, pero su amigo tenía razón, así que
se quitó las botas y los calcetines y los dejó junto al
resto de su ropa. Al principio le produjo una sensación
muy desagradable pisar descalzo el barro; los
pies se hundieron hasta los tobillos y cada vez que levantaba
uno era peor. Pero luego empezó a gustarle.
Shmuel se agachó y levantó la base de la alambrada,
que sólo cedió lo justo, por lo que Bruno tuvo
que arrastrarse por debajo; al hacerlo, su pijama de
rayas quedó completamente embarrado. Cuando llegó
al otro lado y se miró, soltó una risita. Nunca había
estado tan sucio, y le encantaba.
Shmuel rió también y ambos se quedaron juntos
un momento, de pie, sin saber muy bien qué hacer,
pues no estaban acostumbrados a estar en el mismo
lado de la alambrada.
Bruno sintió ganas de abrazar a Shmuel y decirle
lo bien que le caía y cuánto había disfrutado hablando
con él durante todo ese año. Por su parte, Shmuel
sintió ganas de abrazar a Bruno y darle las gracias
por sus muchos detalles, por todas las veces que le
había llevado comida y porque iba a ayudarlo a encontrar
a su padre. Pero ninguno de los dos abrazó al
otro.
Echaron a andar hacia el interior del campo alejándose
de la alambrada, un recorrido que Shmuel
había hecho casi todos los días desde hacía un año,
desde el día que burló a los soldados y consiguió llegar
a la única parte de Auchviz que no parecía estar
vigilada constantemente, un sitio donde había tenido
la suerte de encontrar a un amigo como Bruno.
No tardaron mucho en llegar a donde iban.
Bruno abrió bien los ojos, dispuesto a maravillarse
ante las cosas que vería. Había imaginado que
en las cabanas vivían familias felices, algunas de las
cuales, al anochecer, se sentarían fuera en mecedoras
para contarse historias y comentar que todo era mejor
antes, cuando ellos eran pequeños y tenían respeto
por sus mayores, no como los niños de hoy en día.
Pensaba que todos los niños y niñas que vivían allí
estarían en diferentes grupos, jugando al tenis o al fútbol,
brincando o trazando cuadrados en el suelo para
jugar al tejo.
Había imaginado que habría una tienda en el centro
y quizá una pequeña cafetería como las de Berlín; y
se había preguntado si habría un puesto de fruta y verdura.
Pero resultó que todas las cosas que esperaba ver
brillaban por su ausencia.
No había personas adultas sentadas en mecedoras
en los porches.
Y los niños no jugaban en grupos.
Tampoco había ningún puesto de fruta y verdura,
ni ninguna cafetería como las de Berlín.
Lo único que había era grupos de individuos
sentados, con la mirada clavada en el suelo y expresiones
de espantosa tristeza; todos estaban terriblemente
delgados, tenían los ojos hundidos y llevaban
la cabeza rapada, por lo que Bruno dedujo que allí
también había habido una plaga de piojos.
En una esquina vio a tres soldados que parecían
estar al mando de unos veinte hombres; les estaban
gritando. Algunos hombres habían caído de rodillas
y permanecían en esa postura, protegiéndose la cabeza
con las manos.
En otra esquina había más soldados, riendo y manipulando
sus fusiles, apuntando hacia un lado y otro
pero sin disparar.
De hecho, allá donde mirase, lo único que veía
era dos clases de personas: alegres soldados uniformados
que reían y gritaban, y personas cabizbajas
con su pijama de rayas, la mayoría con la mirada
perdida, como si se hubieran dormido con los ojos
abiertos.
—Me parece que esto no me gusta —declaró
Bruno al cabo de un rato.
—A mí tampoco —coincidió Shmuel.
—Me parece que debería irme a casa —dijo Bruno.
Shmuel se detuvo y miró fijamente a su amigo.
—Pero ¿y mi padre? —preguntó—. Dijiste que
me ayudarías a buscarlo.
Bruno se lo pensó. Le había hecho una promesa
a su amigo y él no era de los que faltan a su palabra, sobre todo tratándose de la última vez que iban a
verse.
—Está bien —dijo, aunque se sentía mucho más
inseguro que antes—. Pero ¿dónde lo buscamos?
—Dijiste que teníamos que encontrar pistas —le
recordó Shmuel; pensaba que Bruno era la única
persona que podía ayudarlo.
—Sí, pistas. —Bruno asintió con la cabeza—.
Tienes razón. Vamos allá.
De modo que Bruno cumplió su promesa y los
dos niños pasaron una hora y media buscando pistas.
No estaban muy seguros de qué andaban buscando,
aunque Bruno seguía sosteniendo que un buen explorador
sabe cuándo ha encontrado una pista.
Pero no encontraron nada que los orientara acerca
del paradero del padre de Shmuel, y empezaba a
oscurecer.
Bruno miró el cielo, que volvía a estar cubierto,
como si fuera a llover.
—Lo siento, Shmuel —dijo al final—. Lamento
que no hayamos encontrado ninguna pista.
Shmuel asintió con la cabeza tristemente. En
realidad no estaba sorprendido. En realidad no esperaba
encontrar nada. Pero de todas maneras le había
gustado que su amigo pasara al otro lado de la alambrada
para ver dónde vivía él.
—Creo que debería irme a mi casa —añadió
Bruno—. ¿Me acompañas hasta la alambrada?
Shmuel abrió la boca para contestar, pero en ese
momento se oyó un fuerte silbato y unos diez soldados rodearon una zona del campamento, la zona en
que se encontraban Bruno y Shmuel.
—¿Qué pasa? —susurró Bruno—. ¿Qué significa
esto?
—A veces pasa. Organizan marchas.
—¿Marchas? Yo no puedo participar en una marcha.
Tengo que llegar a casa antes de la hora de cenar.
Esta noche hay rosbif.
—¡Chist! —dijo Shmuel llevándose un dedo a
los labios—. No digas nada o se enfadarán.
Bruno frunció el entrecejo, pero sintió alivio al
ver que todos los ataviados con pijama de rayas de
aquella parte se estaban congregando, y que a la mayoría
los juntaban los soldados a empujones, así que
Shmuel y él quedaron escondidos en el centro del
grupo, donde no se los veía.
No sabía por qué parecían todos tan asustados (al
fin y al cabo, hacer una marcha no era tan terrible).
Le habría gustado decirles que no se preocuparan,
que Padre era el comandante, y que si él quería que la
gente hiciera aquellas cosas, no había nada que temer.
Volvieron a sonar los silbatos y el grupo, formado
por cerca de un centenar de personas, empezó a
avanzar despacio, con Bruno y Shmuel en el centro.
Se oía un poco de alboroto hacia el fondo, donde algunas
personas parecían reacias a desfilar, pero Bruno
era demasiado bajito para ver qué pasaba y lo
único que oyó fueron unos fuertes ruidos que parecían
disparos, aunque no lo sabía con certeza.
—¿Dura mucho la marcha? —susurró, porque
empezaba a tener hambre.
—Me parece que no —contestó Shmuel—. Nunca
he vuelto a ver a nadie que haya ido a hacer una
marcha. Pero supongo que no.
Bruno arrugó la frente. Miró el cielo y entonces
oyó otro fragor, el ruido de un trueno, y de inmediato
el cielo pareció oscurecerse más, hasta volverse casi
negro, y empezó a llover a cántaros, aún más fuerte
que por la mañana. Bruno cerró los ojos un instante
y sintió cómo lo mojaba la lluvia. Cuando volvió a
abrirlos, ya no estaba desfilando, sino más bien
siendo arrastrado por toda aquella gente. Lo único
que notaba era el barro pegado por todo el cuerpo y
el pijama adhiriéndose a su piel por efecto de la lluvia.
Anheló estar en su casa, contemplando el espectáculo
desde lejos, y no arrastrado por aquella
multitud.
—Bueno, basta —le dijo a Shmuel—. Aquí me
voy a resfriar. Tengo que irme a casa.
Pero apenas lo dijo, sus pies subieron unos escalones
y, sin detenerse, comprobó que ya no se mojaba
porque estaban todos amontonados en un recinto
largo y sorprendentemente cálido. Debía de estar
muy bien construido porque allí no entraba ni una
sola gota de lluvia. De hecho, parecía completamente
hermético.
—Bueno, menos mal —comentó, alegrándose
de haberse librado de la tormenta aunque sólo fuera
por unos minutos—. Supongo que esperaremos aquí hasta que amaine y que luego podré marcharme a
casa.
Shmuel se pegó cuanto pudo a Bruno y lo miró
con cara de miedo.
—Lamento que no hayamos encontrado a tu padre
—dijo Bruno.
—No pasa nada.
—Y lamento que no hayamos podido jugar, pero
lo haremos cuando vayas a visitarme. En Berlín te
presentaré a... ¿cómo se llamaban? —se preguntó, y
sintió frustración porque se suponía que eran sus tres
mejores amigos para toda la vida, pero ya se habían
borrado de su memoria. No recordaba ni sus nombres
ni sus caras—. En realidad —dijo mirando a
Shmuel—, no importa que me acuerde o no. Ellos ya
no son mis mejores amigos.
Miró hacia abajo e hizo algo poco propio de él:
le tomó una diminuta mano y se la apretó con fuerza.
—Tú eres mi mejor amigo —dijo—. Mi mejor
amigo para toda la vida.
Es posible que Shmuel abriera la boca para
contestar, pero Bruno nunca escuchó lo que dijo
porque en aquel momento se oyó una fuerte exclamación
de asombro de todas las personas del pijama
de rayas que habían entrado allí, y al mismo tiempo
la puerta se cerró con un resonante sonido metálico.
Bruno arqueó una ceja; no entendía qué pasaba,
pero dedujo que tenía que ver con protegerlos de la
lluvia para que la gente no se resfriara.
Y entonces la larga habitación quedó a oscuras.
Pese al caos que se produjo, de algún modo Bruno logró
seguir sujetando la mano de Shmuel; no la habría
soltado por nada del mundo.

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